viernes, 31 de octubre de 2008

Páez Varela... mi mas extatica obsesión...

Podría hacerle el amor a Páez-Varela, podría amarlo toda la eternidad. Podria amarlo la duración de todos mis orgasmos. Y los que él tenga en sus soledad. Y podría hacerlo toda la vida.
Me pierdo en los recuerdos y aún puedo oler el perfume que despedía, el blanco pulcro de su guayabera, su cabello ondulado, sus entradas en el cabello, y por supuesto, sus lentes. Tuve el extasiante placer de conocerlo, en su tierra nativa,y mi tierra adoptada., Cd. Juárez. Fue en una feria del libro, y rondó por ella todo el día, como alma errante, junto a Jorge Z, Lydia C. y algunos otros amigos. Rondó ahí, y yo, con mi pequeñisima falda, cerca de él.
Fue un día solitario. De mucho viento. Y de una tempestad en el interior de mi cuerpo, de mi alma, por estar cerca de él.
Me senté cerca, pretendiendo, al tener mis piernas cruzadas, expuestas de esa manera con mi falda, que me volteara a ver.
Já, naturalmente, no lo hizo, ni lo haría, ni lo hará.
Medio psicópata, lo escuche, lo observé, lo seguí con la mirada, vaya! hasta me tomé una foto con él. Claro que deseo haberle dicho algo mas inteligente al cruzar palabras con el, que la clásica lamida de tanates de : “me gusta tu revista”. Y deseo haberme quedado de alguna manera, diminutamente, en su memoria. Naturalmente, no pasó tal…
Pero aun así, podría amarlo siempre. Podría incluso hacerle el amor toda la vida. Podría emborracharme con el. Podría hacerle de comer algo maravilloso cada día, cada mañana. Podría darle el mejor sexo oral de su vida. Y podría acompañarlo en su soledad….
–certeramente creo que no lo está-.
Podría vender una buena foto y comprarle cigarrillos. Si es que fuma. Y podría alcanzarle el papel sanitario. Podría bañarme con el, y enjabonarle la espalda. Podría cojermelo todo el día.

Y naturalmente, hacerle el amor.
Podría ser su mujer.
Y aceptar su infertilidad.
Y ser su amiga. O su follada ocasional.

Curiosamente, me enteré que tenemos amigos o conocidos en común. Músicos, poetas y locos. Una reina gitana del acordeón cuya hermana conoce muy bien, pues tiene un proyecto laboral con ella. Creo que hasta es buena amiga suya. De familia conocida. Y un clarinetista místico, compañero de cama en una noche de muchos alcoholes. Ellos dos me unen a su juarense-defeña existencia.
Curiosamente me escribio un dia que le consulte cosas tribiales, enterandome que anduvo con alguien a quien conozco.
Curiosamente dijo, complicadas, las actrices, periodistas, escritoras.
y me dijo además, que el libro que prefiere por sobre todas las cosas, es la biblia.

Y CURIOSAMENTE....
TOCA EL CHELLO...
Y ESO... ME HACE AMARLO MAS CADA DIA...

Podría soñarlo todas las noches, y cantarle poesías toda la mañana. Podría viajar con el. Podría ser una gitana, un libro o un paracaídas que se abre ante el. Una mariposa o una catarina en su hombro. Podría hacerlo reír, o hacerlo venirse toda la noche hasta bien entrado el día.

Todo esto no es amor, no lo creo, algún otro nombre tendrá, pero amor, amor puro, no lo es. Se puede amar a alguien solo leerlo? Tal vez. Así me enamoré de Huidobro. O mejor aún, de Darío. O así, leyendo, decidí acostarme con Joel. Pero bueno, lo único que sé es que sus letras, las de Páez, se han metido en mi alma. A mi esencia. A mi vulva. A mi nuca y a mi espalda. Y naturalmente, a mi mirada.

No es una declaratoria de amor, y por todos los santos, realmente espero que nunca lea esto, ya que son simples palabras haciéndole el amor a distancia, a su voz en aquella conferencia ese día de viento, a sus lentes, a sus manos, y a la foto que tenemos juntos. Son letras vomitando mi alma, y lo que ella siente por el. Tantas cosas.

Sí, es cierto, nuevamente lo compruebo, cuando no conoces a alguien, tiendes a idealizarlo extasiantemente.
Así entonces con el.

También sé que no soy una bailarina gitana. Una diosa derviche. No soy modelo ni una “mamacita intelectual” a las que el esta acostumbrado y tanto le gustan. Y sé, que ni siendo todo eso, estaría cerca de capturarlo.
Existen barreras, paredes y muros sociales, económicos, intelectuales, ideológicos y geográficos entre nosotros, latentes, además desde luego, de nuestras respectivas parejas.
Pero soñar, volar libremente con la imaginación, cual mariposa amarilla, no cuesta nada, y afirmo, podría hacerle el amor como puta de la merced, o como el amor de su vida, a Páez-Varela.
Y memorizar sus lunares, sus letras, y sus sueños…

Saludos afectuosos, guapo…

-La mariposa…

CADA DIA DE MI EXISTENCIA LE PIENSO AL MENOS UN POCO, Y REPITO SU NOMBRE CUANDO SÉ QUE TODO ES NADA SIN SU EXISTENCIA....

CURIOSA Y AVERGONZADAMENTE, ALEJANDRO YA HA LEIDO ESTE TEXTO, EN MI BLOG...

AVERGONZANTE Y EXTASIANTE...

AL SABER QUE EL SABE LO QUE ME PROVOCA...

ALEJANDRO: SOY TU FANS! JAJAJAJA

P.D. NO SE COMO CHINGADOS ENCONTRO ESTE POST EN MI BLOG...



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"CARIÑITOS PARA TSUKI"
ALEJANDRO PAEZ VARELA

p.d. espero no se encabrone por postear este texto, el suyo, y el que escribí sobre el...

1
Viajó en una lata de fideos hasta acá, y tuve que disuadirla para que desembarcara. “Soy un haijin en tu piel, y una luna con mango es un gran abanico”, le dije, y eso y dos copas de vino la pusieron blandita como una nata de algas flotadoras. “Tu rostro son las mismas diez palabras de ayer”, la acaricié. “Con tres palabras rojas escribo tu boca; tres son tramos de luna para que armen tu tez; dos más son frutas y por lo tanto, tus ojos, y dos de diez las uso a placer: letra por letra rehago tus cejas, delineo tu cabello, la frente, la nariz, y si me sobran, estiro tus ojos para que sean rasgados”.
“Soy el que te levanta después de un viaje largo”, le susurré, y en un parpadeo lloraba y tuve que comer de sus lágrimas para evitar que se le arrugara la piel.
2
Un día a la semana se vuelve espuma de mar, y yo me recuesto a la orilla para que me cubra con su cuerpo. Los días de descanso abrimos moluscos y escuchamos chismes de familia, y nos gustan las ostras porque podemos depositarles una perla que mastican sin hacer demasiado ruido. Así nació la arena, me explica: es perla molida que escupen los animales del mar, sin excepción.
Como el sol lastima mi piel, como lo mío son los mares secos o los desiertos, ella pega de gritos para que vengan las tormentas, pero a mí no me gusta porque de inmediato se mete en su lata de fideos y allá va, otra vez, a las olas, a la montaña rusa de los tiburones. Y soy yo el que tiene que ir por ella.
3
Una concha vacía me contó que las centellas son los pinceles locos de ella rayando el cielo, “y no es un pancho: la piel de las nubes se reseca y debe hidratarla con tinta que levanta del mar”.
Yo me río de mi concha amable –que sabe bien que no soy de aquí– porque mi niña está más bien perdida, y lanza rayos y centellas como luces de bengala para que yo la encuentre.
4
Esta mujer convierte cada beso en un hijo. Por eso les pone nombre: Tirreno, Alborán, Barents, Negro, Andamán, Caspio, Célebes, Kara, Ojotsk y Laptev.
Cuando se aburre de ellos los lanza a la fosa de las Sandwich del Sur para que un anciano de nombre Zavadovski los adopte y los críe hasta que son maduros.
Otras veces la he visto dibujar con un lápiz pequeño y puntiagudo círculos y rombos y ojos de buey que lanza en mareas para luego recostarse en ellas, si está cansada.
5
Nos despedimos para siempre una mañana, y yo me quedé con el puño cerrado, lleno de letras. Tomó su lata de fideos y se perdió en una tormenta. Mojé mis pies en su vida y me puse a andar, y de mis huellas salieron lagos y atunes que un día le dirán, si ella pierde el norte, cómo regresar a casa.

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LEJOS DE TÍ, ME ATENGO AL SERENO...

http://www.youtube.com/watch?v=ynA3kYy-zNk

Muerto de ti, por ti, no puedo sino dejarte ir y suspenderme en éter para que no me duelan las plantas de los pies, la piel sometida a la ropa, los pulmones cuando el aire se abre paso, el pecho sacudido por disparos de la aorta. Muerto de ti, lejos, renuncio a pensar siquiera porque el cerebro es un badajo. Lejos de ti, menos despierto, me unto a la ventana como vaho si imagino que pasarás.
Por lo menos dame cápsulas de ti para no extrañarte, para no sentirte lejos sino en mí, parte de mí, hojuelas de mi cereal, tapiz de cada cantina a la que me entrego. Dame cápsulas de ti que contengan esencias de tu labio inferior, pequeña luz roja que ilumina incluso a un ciego como yo. Cápsulas, mi amor, para disponerte en cada viaje, si es que arrastro la cobija, o simplemente para cuando no estás.
Enséñame a tomarte a diario, escríbeme la receta: tres cápsulas de ti en el desayuno, dos antes de dormir, y doscientas en la madrugada para ver si de una vez por todas me muero de una sobredosis. Y ríndeme lo mismo que en persona, porque no busco placebo: ríndeme los mismos besos y las mismas mañanas (que recibo con las cortinas corridas para dilatar la fuga de la noche anterior).
Dame cápsulas de ti y enséñame a entender que realmente no te necesito.
Dame cápsulas de ti para no pensarte tanto.

Muerto de ti, por ti muerto, levanto los cerros hasta el cielo y pongo orden entre las olas y el continente. Porque un hombre se transforma en Hércules al querer, y más fuerte y poderoso se vuelve cuando sabe que ha perdido.
Muerto, floto en el aire por ti, ligero, como el humo del cigarro que devoro para terminar este texto.

Lejos de ti, me atengo al sereno.

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PERO DE TODOS... ESTE ES EL MAS SUBLIME...

Rento mi vida amueblada mientras regresas
Marzo15

PUBLICADO EN DÍA SIETE

Bloqueé mi página en Facebook porque no me voy a aprender el password tan fácilmente, como quieren, y lo cambié a diario hasta que alguien sin rostro me notificó que estoy fuera. Me siento tan débil que si una hoja hace ruido al caer, olvidaré las claves de acceso al administrador de mi blog y al de cuatro sitios; a mis tres correos obligatorios, a los cuatro contadores de hits que verifico, a los 10 diarios online que debo leer por la mañana. No recuerdo los pins de mis tarjetas de débito y voy en persona al banco para proveerme de efectivo. Colapsé cuando me pidieron el número de empleado en el periódico en el que trabajo, y respondí con un gruñido cuando me detuvo una patrulla y un agente preguntó por la tarjeta de circulación. Renuncié a la licencia de conducir.
Me senté a escuchar a Bach y recordé que un borracho golpeó mi chelo y debo pagar una millonada por repararlo. La lavadora automática silva canciones chinas cuando termina un ciclo de secado. Si hay un apagón, el no-break de mi computadora brinca en pitidos que me hacen pensar en las voces de los que llaman a la Compañía de Luz y Fuerza para exigir que les devuelvan una parte de sus vidas.
El clip del Word de Microsoft me tiene hasta la madre con su ceja levantada. La risa del dependiente-lleno-de-espinillas en la papelería me ha dejado sin cartucho de tinta para la impresora. Los controles del Wii están descargados justo cuando quiero usar el Wii Fit. El iPhone es mi único consuelo a pesar de que me molesta su autosuficiencia. No junto las estampillas de descuento de Starbucks, Subway o Pizza Hut y me gano la burla de sus empleados. No soy invitado especial de
Cinemex. No hago mi manifiesto cuando salgo de Texas después de visitar a mis padres. No me persigno frente a una iglesia. No repito la oración que me enseñó mi madre aunque recuerdo los cánticos y hosanna en las alturas, y he aquí que el León de la tribu de Judá, la raíz de David, ha vencido para abrir el libro y desatar sus siete sellos.
No guardo los DVD aunque se rayen. No cambio los CD de mi carro y oigo, entonces, solamente seis. No acomodo los libros en orden alfabético ni por autores ni por temas ni por nada, y no terminé la escuela. Creo en la verdad y aún así miento. Me aferro a lo que me cuelgo en el pecho y si el aria alcanza un infinito cierro los ojos para que se me olvide todo lo anterior.
Me alegro cuando el commendatore me invita al infierno. Me duelen las mujeres que no saben de antemano que soy estéril. Rebuzno porque soy intolerante con mi propia voz.
No piso las rayas de la banqueta. No vuelvo a las cocinas que huelen a pápalo. Río para que el chiste sea obvio. Mimo a mis perros porque soy yo en ellos. No rasco los muebles de rattan porque no soy gato. No consigo conciliar el sueño. No renuncio a imaginar que todavía me quieres. No dejo de pensar en ti un solo día de mi vida, y a veces, cuando el mundo se me viene encima, repito tu nombre porque no es un conjuro y no me salvará.
Rento mi vida amueblada mientras regresas. Me siento en la orilla del banco para ver si me caigo de tu lado. Lloro si una burbuja en la bañera tiene el corte de cabello con el que te conocí, porque me entera de un mundo que no permite soñar.



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veeeeeeeen???
veeen pk lo amoooo????
chinga!

para quien no sepa de quien hablo, echenle una ojeada...

P.D. HE LEIDO EN SU BLOG, QUE NO SOY LA UNICA, HAY UN CHINGO DE PENDEJAS ENAMORADAS DE EL... PERO DIGANME, QUIEN CHINGADOS NO????


www.alejandropaez.net

54 comentarios:

Julio Romano O. dijo...

Efectivamente, cuando empecé a leer, te iba a preguntar si te referías a Alejandro Páez Varela. Conforme fui leyendo, descubrí que la pregunta no tenía sentido, o lo iba perdiendo.
Quizá en el fondo así sean todas las preguntas; sólo que las respuestas no siempre están a la mano.

Julio Romano O. dijo...

...tan a la mano.

Anónimo dijo...

Asi de simple

Anónimo dijo...

(REGALITO. LIBRO EN PROCESO. BESOS)

Los que se quedan también se van

POR ALEJANDRO PÁEZ VARELA

¡Papá, ven, bájate, bájate, llévame contigo!
–JUAN ÁNGEL, EN DZONCAUICH, AL VER LOS AVIONES EN EL CIELO

¿Te acuerdas, cuando en el pueblo, cómo comíamos los perros calientes?
–MARISELA A SU ESPOSO, ÁNGEL

Nosotros te queremos, ¿por qué no regresas?
–EVELYN


No quería hacerlo. No otra vez, no esta vez. Esa mañana de agosto de 2007, sin embargo, Marisela Dzul empacó sus pocas pertenencias, alistó a sus cuatro hijos y se dio valor. Rezó, y con el corazón en la mano se quitó de (abandonó) Dzoncauich, Yucatán, la tierra de sus abuelos. Agarró con rumbo a Tijuana, a la frontera norte de México.
Estaba convencida de que lo mejor era regresar a Los Ángeles, California. Esta era la tercera ocasión que volvía a Estados Unidos sin pasaporte y sin visa. Pero a diferencia de las dos veces anteriores, no iba sola. Eso la ponía muy nerviosa. Ni ella, ni sus hijos Elizabeth Teresa, Efi Maricruz y Juan Ángel tenían visa para viajar a Estados Unidos. Sólo Evelyn, de 10 años, la mayor, es ciudadana norteamericana. Por eso la decisión de partir fue tan dura. Tendría que confiar su vida y la de tres de sus cuatro hijos a los polleros o coyotes. A los traficantes de humanos. Y poner su vida y la de sus hijos en manos de gente brutal e inhumana (lo sabía por experiencia propia) no se le antojaba ni tantito.
Qué le iba hacer. Su familia estaba dividida. Ángel Panduro Jiménez, su esposo, vivía en Los Ángeles, mientras que ella y los niños estaban en Yucatán. Evelyn extrañaba muchísimo a su padre; todos vivían tristes sin él. Así que no había de otra para Marisela: su futuro estaba allá, en California. El problema era cruzar. Arriesgarse o, peor, arriesgar a sus chiquitos.
La primera vez que Marisela Dzul se fue al otro lado iba con un hermano. Era una jovencita. Se escondió en la cajuela de un auto y no le pareció tan complicada la travesía. Así cruzó al otro lado.
La segunda ocasión, sin embargo, jamás la olvidará. Su contacto en Tijuana fue una mujer mayor, recuerda. Tuvo que esperar en un hotel de mala muerte del lado mexicano hasta que le dieran luz verde. Angustiante, dice.
“La señora [la coyote] llegaba y me decía: ‘¿Sabe qué?, esta vez no se puede, hay mucha vigilancia’. Yo ya me había fastidiado. Era una semana que estaba esperando y esperando, y yo veía que otro coyote todas las noches llegaba al hotel y se llevaba a mucha gente y al día siguiente otra gente. Y me dije: ‘Pues yo me voy a ir con él’. No le avisé a nadie. Ni a mi hermano ni a nadie. Y que me voy sola con el señor ese. Fue un infierno pasar eso. Ahí sí me desesperé. A mi hermano lo tenía yo desesperado, ya se iba a venir [de Los Ángeles] a Tijuana a buscarme. La señora también me estaba buscando y nada. Cuando le habló mi hermano, ella le dijo: ‘Su hermana se fue y no nos dijo nada’. Y sí, de veras ahí si estuvo dura la pasada. Porque no pensé. No estaba preparada para lo peor”.
Esa segunda vez que cruzó, recuerda Marisela, junto con otros indocumentados cruzó la cerca que divide a México y a Estados Unidos por esa zona. Iba en grupo. “Cuando brinqué, cuando me solté, estaba bien profundo, muy alto. Y me lastimé el pie. Me fracturé el tobillo y el coyote sólo gritaba: ‘¡corran, corran!’. Pero yo corría y me caía, me levantaba y me caía, porque mi pie estaba lastimado. Como pasamos a las cuatro de la mañana, ya iba a amanecer y él quería que llegáramos al túnel en donde nos iban a esconder antes de que amaneciera. Logramos llegar. Nos pasamos todo el día sin comer, sin tomar agua, sin movernos, sin hacer ruido. Allí estábamos como quien dice desde las cinco de la mañana hasta las diez de la noche. Ya cuando salimos, empezamos otra vez de nuevo. Hay una parte que pasamos acostadas en la pura hierba. A mí me daba miedo por si había una culebra. Y más pensando que mi hermano no sabía nada. Decía yo: ‘¡Ay Dios mío, por qué me atreví a venir!’”
Llegaron a un pueblo, pero los regresaron al cerro, a los montes. “De ahí nos pasamos, así, yo cansada, con el pie lastimado y sin comer. Me decía el coyote: ‘Apúrate, ¿por qué te quedas?’ Yo le decía: ‘Es que me duele el pie, no puedo caminar’. Para subirme a los cerros me agarraba y me ponía a gatas. Y ya de bajada, me sentaba, casi me arrastraba, para poder llegar. Cuando queríamos subir, era un camino muy estrecho. Hacia abajo se veía bien profundo. Tenía mucho miedo, hasta se me bajó la presión y empecé a ver todo oscuro. Se me fue la vista y yo llorando, pidiendo que me ayuden. Tenía miedo de caer ahí en lo profundo”.
Dos mexicanos le ayudaron, recuerda; de otra manera sus huesos estarían hoy regados en el desierto. “Me cargaba uno, y cuando se cansaba me cargaba el otro, y así hasta que logré pasar”.
Marisela casi llora cuando recuerda aquello.
Por eso estaba tan nerviosa la tercera vez que intentaba sin documentos hacia Estados Unidos, ahora con sus chiquitos. Estaba casi arrepentida. Pero se hizo de fuerzas. No lo olvidará: fue en agosto de 2007.


Muchos meses antes, la Navidad de 2006, Ángel Panduro llamó a Marisela Dzul desde Las Vegas, Nevada.
–¿Sabes qué? El próximo año vas estar conmigo–, le dijo. Ella se resistió.
–No es cierto. Ni me empieces a meter cosas en la cabeza porque no. El plan era que tienes que regresar al pueblo–, respondió.
Una semana después, el 31 de diciembre, volvió a llamarle:
–¿Sabes dónde estoy? En la nieve. Y vas a ver que el próximo año vas a venir conmigo, y a mis hijos también me los voy a traer.
–Yo conozco la nieve–, le respondió.
Él insistió. Le dijo que sus hijos debían conocer, también, la nieve.
“A mí me daba más miedo por los niños”, recuerda Marisela en enero de 2008, en Los Ángeles, California. “¿Cómo los iba yo a pasar? Como a veces veo las noticias, todo lo que pasa, le dije: ‘Me da miedo irme con los niños, que me los quiten o que se me pierda uno’. Ay, no sé. Me daba mucho miedo. Pero él dijo: ‘Te vas a venir en abril’. Y le digo: ‘¿Sabes qué?, no puedo porque Evelyn se está preparando para la primera comunión y es hasta junio [2007]’. Y me dice: ‘Pues ni modo, me tengo que esperar hasta ese tiempo. Está bien, que se quede, que haga su primera comunión y, ya después, vemos qué pasa’.
“Ya terminando la primera comunión, me dijo entonces que ya, que ya quería que estuviéramos acá y esto y lo otro. Le digo: ‘Ángel, ¿de veras quieres que nos vayamos?’ Y me dice: ‘Sí, yo quiero que estén acá, quiero estar con ustedes, te extraño a ti y a mis hijos y pienso que no está bien estar lejos, yo ya decidí quedarme un tiempo más aquí. Ya me está apoyando mi patrón y me van a prestar el dinero para que yo les traiga’”.
Marisela no se convencía. Movía la cabeza, se frotaba las manos. Pero las cosas en el pueblo no estaban bien. Tenía poco dinero y, por si fuera poco, sus hijos sufrían la ausencia del padre.
–¿Cuándo veremos a papito?–, preguntaba Evelyn, la mayor.
–No sé–, contestaba ella. Y era verdad.


LA HIJA REBELDE
Marisela conoció al que sería su esposo durante su segunda estancia como indocumentada en Estados Unidos. Fue en 1994, en Los Ángeles. Se casaron y tuvieron a Evelyn. Y aunque vivían bien allá, siempre añoraban México. Soñaban con regresar. Ángel es de Michoacán, pero estaba dispuesto a irse a Yucatán, con la familia de ella.
En 1998 lo decidieron. Marisela estaba otra vez embarazada. “Me dijo que nos fuéramos, que quería conocer a mi familia, a mi mamá, a mi papá. Me propuso que fuéramos y que luego nos regresaríamos. Y le digo: ‘Bueno, está bien’. Y nos fuimos. Pero al llegar a Dzoncauich, a él le gustó mucho el pueblo que, según él, es tranquilo. Nos quedamos”.
Marisela endurece el rostro. “A mí nunca me ha gustado el pueblo, de verdad. Ni de niña”, dice. “Me gusta, pero nada más para estar un tiempo. No sé por qué. No sé si fue por lo que viví con mi mamá. Eso me hizo salirme de ahí. Desde los catorce años me salí; me fui a la ciudad a trabajar para vestirme como quiera y todo. Me fui a Cancún”.
“Era tan joven que no encontraba trabajo. Pero entonces, en la casa de mi tío había una señora que acababa de tener su bebé; a la semana o dos semanas de haber tenido a su bebé, le dijeron en su trabajo que si no regresaba la iban a correr. Y me dijo: ‘¿Será que no te puedas hacer cargo de mi bebé?’ Y me enseñó cómo bañarlo y eso. Mi tía me dijo que lo hiciera, que así por lo menos me pagaban algo. Y así lo empecé a hacer. Mi tía se llamaba Facunda, pero ya falleció”.
Por cuidar al bebé, recuerda, le pagaban cincuenta pesos. “De por sí yo siempre he sido así, de que cuando gano algo, pues le mando un poco a mi mamá. Yo agarraba veinticinco pesos para mí y veinticinco para mi mamá y así la empecé a ayudar, porque yo veía qué necesidades pasaba, porque no tanto de que no hubiera dinero, había un poco de dinero, había, pero mi papá tomaba mucho y se lo acababa en la borrachera. Salía según a cobrar el viernes y no se le veía hasta el lunes, pero cuando regresaba ya no tenía dinero. Eso es lo que pasábamos con mi mamá. ¡Tanta necesidad! Eso, creo, hizo que a mi papá ya tiene mucho que no lo abrazo, así, con cariño. Hasta cuando me vine está vez [a Estados Unidos]. Ahí fue nada más cuando sentí algo. No sé si porque los iba a dejar, no sé si porque no sé si los vuelva a ver, o algo de eso”, cuenta Marisela.
“A mi papá sí le tengo algo. No es tanto como rencor, porque cuando toma hasta me lo dice: ‘Tú eres la única más rebelde, yo sé que me odias’. Yo un día le dije: ‘No lo odio. Lo que pasa es que me duele cómo comíamos nosotros por culpa de usted. No llevaba el dinero a la casa y pues mi mamá tenía que ver de dónde pedir, dónde deber algo para que comamos’”.
Marisela pasó dos años en Cancún. Luego decidió que debía buscar un futuro mejor. Tenía 16 años cuando tomó un camión a Villahermosa, Tabasco. Le preocupaba la situación económica de su familia en Yucatán, en el pueblo. Sabía lo mal que lo pasaban. Así que se armó de valor y dejó la casa de sus tíos. Antes pasó, brevemente, a Mérida.
“Me fui sola. Ahí sí lo sentí, porque como son nueve horas de Mérida hasta allá, hasta Villahermosa, ahí sí lo veía más retirado. Ahí, en Villahermosa, sí sentía. Ahí sí lloraba cuando me quedaba sola, porque ahí cuidaba a tres niños. Cuando me quedaba sola en mi cuarto, lloraba porque me acordaba de mi mamá, mi papá, y me ponía a llorar. Así, así, hasta que me fui acostumbrando. De ahí regresé otra vez, un tiempo, a Mérida. Trabajé un tiempo ahí. Después me volví a regresar a Villahermosa, porque la señora me hablaba mucho y me decía: ‘Por favor, vente, los niños te piden mucho, juegas mucho con ellos’. De aquí me regresé al pueblo de vacaciones, pero hubieron problemas porque tuve un novio que me lo prohibía mi mamá porque embarazó a una muchacha, y por eso mi mamá ya no quería que andara con él. Mi mamá y mi hermano se pusieron de acuerdo para mandarme a Los Ángeles, para alejarme del muchacho. Mi hermano quería venirse para Los Ángeles y me propuso que viniera con él. Le dije que yo no. Le dije: ‘Yo sé que la vida de allá es encerrarse, que no te sales a divertir’. Bueno, yo tenía esa idea, de que así eran Los Ángeles. Empezaron a convencerme. Ese día lloré y acepté, pero le dije a mi mamá que era ella la que me estaba mandando. ‘Voy a ir pero jamás vuelvo a regresar’, le dije. Creo que cinco años me quedé en Los Ángeles, pero me dieron ganas de ir a verla y me regresé. La primera vez que volví al pueblo desde Los Ángeles tenía 20 o 21 años”.

LO QUE SE QUEDÓ (EVELYN EN BABEL)
Bajo el cielo de Los Ángeles, California, un asador metálico levanta chispas en el patio de una casa. Un grupo de jóvenes y adultos no mayores de treinta años se reparten cerveza entorno a la parrilla, que ya hace brasas y anuncia que está lista.
Es sábado. Al día siguiente no irán a trabajar, así que los botes de lamina de la Coors, la Bud y la Miller hacen un coro seco y derraman brevemente la espuma blanca sobre el piso de tierra. De varias bolsas de plástico de Ralph’s y Vons, uno de los jóvenes saca mazorcas cubiertas de hojas y las lanza al asador, que las arropa con fuego y las pinta, poco a poco, de negro.
Las hojas arden, levantan chispas y tizne, y mientras se van consumiendo muestran los granos. No son blancos, como en México, sino amarillos; casi anaranjados.
“Los elotes van a estar muy dulces”, dice uno de los que rodean el asador, haciendo un gesto de desaprobación. Nadie más comenta el tema. Saben, porque todos vienen del campo mexicano, que el maíz de Estados Unidos sabe dulce. Pero es lo que hay.
El maíz amarillo se oscurece también, y en un momento, ya con los últimos rayos del sol y después de las primeras rondas de cerveza, las mazorcas pasan a los platos de los comensales que los toman, les agregan sal, mantequilla y limón y las muerden con gusto mientras comparten historias que seguramente serán de sus trabajos. Dialogan en maya, con algunas palabras y frases entrecortadas de inglés. A veces se escucha el español, y en medio de esa pequeña Babel es fácil entender que la semana fue difícil y que el trabajo escasea.
La pequeña Evelyn Panduro Dzul toma de la mano a Marisela, su madre. Se suelta para correr por un tendedero en el que cuelgan calzones Fruit of the Loom de adulto y de niño. Muestra los dientes feliz, y su enorme mazorca bajo los labios, esa sí muy blanca, parece que refleja la luna de enero. El año: 2008.
Evelyn está radiante. Hace muy poco tiempo vivía acongojada, a miles de kilómetros de su padre, Ángel, en el pueblo de Dzoncauich, en el corazón de Yucatán, México. En una selva envidiable y cerca de sus abuelitos, Teodosio Dzul y Feliciana Escalante. Pero ahora, con papá, mamá y sus tres hermanos vive en Estados Unidos. Y aunque extraña a sus amigos de la escuela, a sus muchos primos, a los antiguos (como dicen en el pueblo a los viejitos) y a sus juguetes, es evidente que no podría estar mejor: la delatan los delicados orificios que se marcan en sus mejillas cuando ríe.
“Me llamo Evelyn y tengo 10 años. Hace seis meses que estoy aquí, en Los Ángeles. Antes estaba en México, en Dzoncauich. Ahí vivía con mi mami y mis tres hermanitos. Para llegar acá fui de Mérida a México y de México a Tijuana. Hasta Tijuana me fui en avión. Ahí me fue a buscar mi tía Marta y con ella pasé la línea. Cuando pasé, cuando llegué aquí, pues vi muchas cosas que me extrañaron. No había estado aquí. Allá, en donde yo vivía, no había tantos carros, no había muchos edificios. Cuando vi todos los de aquí nada más me ponía a decir: ‘¡qué bonitos!’”
Evelyn cuenta que cuando vió a su padre por primera vez desde que se separaron en el pueblo, quería llorar. “Pero mejor me aguanté. Lo abrace y le di un beso. Ya lo extrañaba mucho. Estoy contenta de estar aquí con él”, dice.
En realidad Evelyn nació en Estados Unidos. Sólo ella y su padre son residentes legales. De Los Ángeles salió de brazos, así que no puede recordar que ya antes había estado aquí.
“¡Ya entré a la escuela!”, dice Evelyn, emocionada. “Tengo una amiga que es muy buena compañera, que cuando no entiendo algo me explica. Ahorita ya estoy estudiando inglés”.
Luego se le ensombrece el rostro. Dice: “Yo me quiero regresar a Dzoncauich, pero dice mi mamá que ahorita es lo que digo, pero que al rato me voy a querer quedar”.
Mi amiga, agrega Evelyn, “la que me explica lo que no entiendo, se llama Mariana, la conozco casi desde que llegué. Una vez intenté llamarle, pero no me contestó. No sé si se cambió de casa o su teléfono o no sé, pero no me contestó. Y ahora que vamos a entrar otra vez de vacaciones, pues no sé si la vuelva a ver”.
Evelyn se entristece cuando piensa en lo que dejó en Dzoncauich. “Lo que extraño de allá de México es lo que hacía. Jugar con mis primos. Extraño mi cuarto, mis juguetes, lo que no pude traer. Siempre que hablamos con mis abuelitos nos preguntan primero que cómo estamos. Al principio, ellos no querían que nos viniéramos, pero después dijeron que estaba bien para que estemos aquí con mi papá. Extraño la comida que hacía mi abuela. Lo que más me gusta es la sopa borracha. Son frijoles con tortilla y les puedes echar tomate, huevo y queso. Mi abuela me hacía sopa borracha. Cuando estoy viendo la tele y veo las películas que siempre le gusta ver a mi abuelito, le recuerdo a mi mamá y nos ponemos a verlas”.
“De lo que se quedó”, dice Evelyn sin emoción, “lo que extraño más son mis juguetes. Pero prefiero estar aquí con mi papi que a mis juguetes. Lo que quisiera traerme de México es a mis abuelos. No sé que más traería”.
Evelyn recuerda que su escuela en el pueblo era “muy chiquita: hay una cancha de básquet, de fútbol y los salones eran de primero a sexto. Mi maestra se llamaba Mercedes, la otra Francisca y la otra también. Se llamaba Estado de Veracruz [Escuela Primaria Federal No. 15]”.
Había, recuerda bien, diecinueve alumnos. Trece mujeres y seis niños. “A veces me iba caminando a la escuela, a veces en bicicleta. Tenía una bicicleta gris. Cuando caminaba a la casa me venia con mis hermanitas. No estaba lejos, como a diez cuadras”.

SALCHICHAS PARTIDAS A LA MITAD
La madre de Evelyn, Marisela, cuenta que cuando regresó al pueblo por primera vez iba decidida a no volver a Estados Unidos.
“Conociendo allá [Estados Unidos], ves la vida de aquí [México] y no te puedes quedar. Sabes que aquí vivir bien… y más que yo… Entonces no me había juntado con mi marido. Mi dinero era para mí. Ganaba hasta cuatrocientos o quinientos dólares porque me quedaba a trabajar hasta tarde. Tenía mi dinero en el banco, todo lo veía fácil. Me dije: ‘Me regreso’. Aguanté nada más dos meses y me regresé a Los Ángeles”, recuerda.
Marisela era costurera en Estados Unidos, antes de conocer a padre de sus hijos. Al principio, dice, fue difícil adaptarse a ese trabajo. “No sabía yo ni cómo manejar la máquina. Pero se me hizo más fácil. Lo único que hacía yo era pegar las etiquetas del pantalón. Es lo que hacía y tenía que sacar hasta dos mil o tres mil piezas para que yo pudiera ganar, como quien dice, 40 o 50 dólares, porque me pagaban la etiqueta a 20 centavos”.
“Es duro, sí, a veces es duro”, dice Marisela. “Pero le digo: yo cuando trabajaba, lo veía bien. Aunque sí te da trabajo levantarte temprano y todo eso, a mí me gustaba porque me pagaban y era nomás dedicarme a mi trabajo. Nunca pensé dejarlo, ni lo dejé a pesar de que mi esposo, cuando me junté con él, ya no quiso que yo trabajara. Y más que me embaracé de Evelyn. Por poquito y me paso a abortar, porque antes yo usaba la máquina eléctrica, pero me cambiaron de máquina y entonces tenía que estar abriendo la pierna a cada rato. Yo no sé si eso me hizo pasar a abortar y mi esposo me dijo que ya no, que ya no iba a trabajar. De ahí me mandó mucho reposo el doctor. Y mi marido nos mantuvo desde entonces hasta ahora”.
Evelyn nació en 1996. Elizabeth en 1998, Efi en 2000 y Ángel en 2001.


Evelyn apenas podía caminar. Era 1998. Marisela y hacían los últimos preparativos para regresar a México, a Yucatán; tenían apenas cuatro años como pareja.
Él llevaba gran parte de su vida en California. Sin embargo, estaba confiado en que podía recomenzar, ahora en Dzoncauich, el pueblo de su esposa. Así fue que volvieron. Y vaya que le hicieron la lucha: estuvieron siete años en el pueblo. Pero las cosas no salieron como esperaban.
“Evelyn tiene papeles porque le tocó la oportunidad de nacer en Estados Unidos. Es más, yo me fui embarazada de la segunda. Mi suegra no quería que me fuera. Me dijo: ‘Espérate hasta que nazca la bebé y te vas, es una oportunidad que le estás negando a la niña’. Pero no sé cómo fue tanto que nos nació de ir. Teníamos tantas ganas de ir y yo sí quería ir para que mis papás conocieran a mis hijas, a mi esposo”, recuerda Marisela.
“A mi esposo le gusta el pueblo. Pero se animó en regresar a Estados Unidos porque dijo: ‘Yo a Evelyn le quité la oportunidad de hablar inglés’. Y es que ella a veces es un poco así, orgullosita, y nos decía que por culpa de nosotros no sabía inglés. ‘Me hubieran dejado ahí, yo estaría hablando inglés, estaría yo mejor, comería mejor’, nos decía. Aunque, la verdad, cuando nosotros llegamos nunca nos faltó la comida. Pero sí es difícil, la verdad, sí es difícil estando Dzoncauich. Él ganaba quinientos pesos a la semana, que era nada más para comprar la comida. Eso es lo que le digo ahorita. A él le digo: ‘¿Te acuerdas, cuando en el pueblo, cómo comíamos los perros calientes?’ Porque comprábamos un kilo de salchicha y para ahorrar la salchicha la partíamos a la mitad y le poníamos al pan la mitad. Y ahora aquí… Mis hijas… Quiero que coman de todo, que le pongan de todo o que se coman hasta dos salchichas, porque sé que aquí hay. Y pues él me dice que tengo razón, que ahora le va a dar todo a nuestros hijos para que coman y estén bien. ‘Te lo juro que aquí vamos a salir adelante’, me dice. ‘Ya teniendo el estudio de ellos, ya aprendiendo inglés’. Y bueno, ese es el pensamiento de él, que aunque no teniendo papeles, ya sabiendo el idioma, ya se pueden mover ellos cuando nos regresemos allá, de guías de turismo, de lo que sea”, cuenta Marisela en enero de 2008, en Los Ángeles.
“He vivido muchas cosas tristes. No quisiera que mis hijos lo padezcan. Eso ya sería cuando se casen. Con mi esposo hemos luchando tanto; hasta ahora veo que estamos siendo felices. Hasta ahora, porque la verdad hemos tenido tantos problemas. Hasta ahora, que gracias a Dios, entre los dos hemos podido superar las cosas”.
“También nos fuimos porque él tuvo otra mujer. Cuando lo conocí, él tenía un niño. Entonces esa mujer nos hacía la vida imposible, ya se estaba metiendo en la vida de nosotros. Ya tenía rato que se dejaron. Pero cuando ella supo que él tenía otra mujer empezó a molestar otra vez. Es por eso que él también dijo: ‘Ya vámonos’. Creo que por eso, más que por nada, nos fuimos ya de aquí. A él le gustó mucho el pueblo, por eso nos quedamos tanto tiempo. Él hizo siete años allá conmigo. Allá nacieron mis otros tres hijos”, recuerda Marisela.
Evelyn, sentada en la banqueta de su casa en Los Ángeles, la escucha sin quitarle la vista. Escucha seria, pero no se le borra la sonrisa.
–¿Y si te quedas en Los Ángeles, Evelyn? ¿Qué vas a hacer?
–Si me quedo y estudio, quiero ser doctora. No me gustaría ser profesor. Ganan poco. Los doctores no.

HIJOS DEL PROFESOR
El primer problema de la migración, dice el profesor Jorge Enrique Várguez Eb, es que se deshacen las familias típicas, unidas. “Al irse el papá o la mamá los niños se quedan solos, y eso hace que el rendimiento baje. A falta de estímulo, el cariño o la protección del papá, los niños lo empiezan a demostrar no haciendo su tarea. Los ves tristes. Pero cuando sus papás telefonean, hablan con ellos; cuando ellos hablan con su papá o mamá que está lejos, se ve el cambio drásticamente. Si hoy, por ejemplo, un lunes, hablan con ellos, quiere decir que toda la semana van a estar contentos. Si hablan un viernes, sábado y domingo, van a estar felices, pero ya el lunes van a reflejar esa falta de cariño”.
Várguez Eb nació en Tixpeual, Yucatán. Autor de dos libros sobre costumbres de la región, con licenciatura en Ciencias Sociales de la Normal Superior de Campeche, ha recorrido varias poblaciones dando clases de primaria. Por su último empleo, en la escuela Estado de Veracruz, conoció a los hijos de Marisela y de decenas de adultos de Dzoncauich que han abandonado sus tierras para migrar hacia Estados Unidos, principalmente, pero también a Cancún, en donde muchos de estos indígenas mayas se emplean en la industria turística.
Antiguamente, cuenta, “aquí en esta escuela había catorce maestros. Desde que se fueron quitando [yendo, migrando] ya no tenemos niños. Ya la gente que se queda acá. Ahorita se fueron de acá unos seis maestros. Éramos ya doce, pero ya quedamos seis. En los últimos diez años. Hay salones que los hemos convertido en bibliotecas, pues para ocuparlos”.
Calcula que un veinte por ciento de la población se va a Cancún y otro porcentaje similar a Estados Unidos. “Y los que se quedan son la gente más adulta y los que no tienen medios económicos para irse. Los jóvenes se irían pero al no tener tanto dinero tienen que quedarse”, afirma.
“Con los niños que tiene papá o mamá allá, lejos, todo se vuelve difícil. Uno les dice algo de eso y empiezan a llorar. Se vuelven más sensibles. O les dice uno: ‘Vamos a bailar, vamos a leer’. Pero el niño se empieza a aislar, a decir: ‘Mira, ellos sí tienen papá o mamá y yo no lo tengo’. Se autodestruyen, no tienen su estima y luego viene la consecuencia en el estudio. Porque estamos trabajando, y yo les pregunto que si entendieron y me dicen que sí pero me acerco a preguntarle al niño y el niño no lo sabe, o te está abriendo el libro y su mente está en otro lado. Le pido que lea algo o siga la continuación de la lectura y no responde como debe ser”, afirma el profesor.
Nosotros, dice, “ya sabemos quiénes de los papás de los niños se van. Porque somos de la comunidad. Sabemos quiénes tienen problemas en estos aspectos, entonces nosotros lo que buscamos es hablarles. Demostrarnos a ellos como un papá o mamá. A todos aquí yo les digo hijos. ‘Oye, hijo, Armando’, le digo, para que se sienta acompañado en la escuela. Lo que no tienen allá pueden sentirlo acá y eso hace que el niño también se estimule. El efecto del padre o la madre hace que también se sientan bien. Y cuando el niño va a participar en una actividad artística, se le comunica a su papá o mamá que está en otra parte. Y ves la reacción del niño, que dice: ‘Mi papá dijo que sí me va a mandar dinero para que yo compre el traje’. Y ves el cambio tremendo del niño”.
Várguez Eb dice que la migración en estos pueblos tiene por lo menos unos 50 años. “Lo de Cancún es fuerte por tanta propaganda que hacen de los hoteles y todo eso. Y al haber una familia allá, les dicen que se vayan, que ahí hay trabajo, y van pasando. Y también depende la comunicación que hay ahorita en irse en camión o fletar un taxi. Fletan un taxi de aquí; dos o tres familias alquilan el taxi, y se van. Y para la fiesta vienen todos, y se ve la fiesta. Todos vienen a su fiesta. Es tanto el cariño que le tienen a su pueblo, que hacen que regresen por las familias que aquí han dejado. Por las costumbres, ese amor que tienen. Siento que si hubieran trabajo aquí no se irían. Se hubieran conservado todo: costumbres, religión, familia y todo esto. Pero se van. Uno se da cuenta cuando viene la fiesta, ello ya no vienen nada más con una camarita, ya vienen con otras cosas más avanzadas. Dicen: ‘Mira, si yo me hubiera quedado acá, no tendría todo esto’. Y los que se quedan acá, pues no tienen nada de eso”.
Sí, agrega, “los que se quedan se rezagan y los que se van empiezan a poner el ejemplo. ‘Si yo me voy, ya después mando buscar a mi esposa, y después mando buscar a mis hijos’. Y ya esa casa se va quedando vacía. Algunas casitas que hay acá están vacías.
Dzoncauich se dedica a la milpa y al henequén, dice el profesor de primaria. Hay pequeños ganaderos, pero la mayoría se dedica a la agricultura. A la milpa, el maíz y la calabaza. El henequén, que tanto trabajo dio, es cosa del pasado. “Siembran para autoconsumo. Y lo poco que les queda, lo venden; no se vende gran cantidad porque no tienen maquinaria suficiente, y sin embargo, la familia va y trabaja su parcela”.
“Los que se van tienen que sacrificar a los que se quedan. ‘Nosotros queremos tener algo’. Y ya cuando ellos bajan [regresan], bajan a vivir ya aquí, ya los niños crecieron. Y ya tienen otro aspecto. Pero sí se nota en lo económico.
Dzoncauich, cuenta, fue una aldea que tenía agua de un cenote que ya taparon. “Llegaron los españoles y empezaron a construir. Antiguamente era Xencú, una hacienda, y los habitantes de aquí iban a trabajar a la hacienda. Y ya cuando vino la época de Felipe Carrillo Puerto [activista, gobernador, leñador y ferrocarrilero, fundador del Partido Socialista del Sureste], cuando repartieron todas las tierras, fue cuando vino toda la comunidad y creció más el pueblo. Quiere decir que desde antes ya estaba la migración en este pueblo”.
“El maya [la lengua] se ha perdido”, dice Jorge Enrique Várguez Eb. “Ahora le preguntas a un niño y dice no, que no quiere hablarlo. Porque algunas gentes, de treinta y cinco años para abajo, no aprendieron y al no aprender pues sus hijos tampoco lo hacen. ¿Qué si perder el maya se relacione con discriminación? Puede ser, tal vez, pero es tal vez porque los padres no motivan a hablar maya. Porque los antiguos piensan que hablar maya va a durar. Pero si ellos no lo motivan, no, no pues no se va a poder. Esta escuela enseña sólo español”.
Antes, dice, la primaria tenía doscientos cincuenta alumnos. Ahora son sólo ciento treinta. En promedio, de veinte que ingresan al primer año, sólo diecinueve terminan la educación primaria. “Ahí hay otro aspecto, que al no tener trabajo el papá, ya mete el hijo a trabajar. Y ya después que ellos terminen, ven cómo están económicamente, juntan su dinero y se van más lejos a buscar trabajo”.
“Aquí hay escuela en la mañana y escuela en la tarde, al juntarse los dos turnos de graduados son veinte y veinte pero en la secundaria sólo terminan yendo unos treinta o treinta y cinco. El problema ya surge después de la secundaria. Como ve, pues los jóvenes ya quieren vestirse, quieren tener su novia o algo por el estilo. Y no tienen dinero. ¿Qué hacen? Juntan su dinero y se quitan. Aquí la secundaria sólo es en la tarde. Lo que no hay es preparatoria. Quien quiera tenerla tiene que ir hasta Temach, que está de aquí a tres kilómetros y medio”.
“Yo nunca intenté irme a otro lado, pero mi papá fue. Se fue en 1968 o 1969 en el programa de los braceros. Se fue creo que un año o no recuerdo, porque estaba muy pequeño y no sabía. Pero sí se fue. Esa época estaba yo muy pequeño, entonces no nos afectó. Era yo el mayor. Ah, y otra cosa: a veces, cuando escuchamos que se va el muchacho, lo primero que dicen es: ‘¿Ya pasó? ¿Está bien?’ La misma gente del pueblo les pregunta a los familiares. Ya se sabe los riesgos que implica. Algunos alumnos míos ya se fueron. Yo les di clase. Ya se fueron. Cuando los veo, les digo: ‘¿Cómo has estado? Espero que estés bien, que aprendieras algo de lo que te enseñamos acá, en Dzoncauich, tu tierra…”

LOS QUE SE QUEDAN… ABANDONADOS
Hortencio se acomoda en el respaldo de una silla de plástico, entre las mesas del puesto de comida que atiende con su esposa y sus hijos en la plaza de Dzoncauich. Dice: “Yo soy de los pocos de mi familia que no migró. Nunca he estado en Estados Unidos. Pero sí valió la pena. ¿Por qué me voy a ir de mi pueblo? Aunque sí estuve diez años fuera. En Oaxaca. Fui militar. De 1980 a 1991. Y en octubre del 91 ya andábamos en Yucatán otra vez. Y pues acá está más tranquilo. Yo me imagino que pasan más penurias allá. En ir, en pasar, en todo eso. Me siento muy bien de no haberme ido. Me siento feliz con todo lo que tengo y todo lo que he conseguido. Estar cerca de mis papás, sobre todo. Y estar aquí con los muchachos. Hay muchos que crecen abandonados”.
Hermano mayor de Marisela, tío de Evelyn, Hortencio tiene dos hijos: Henry Ezequiel, de 17 años, y Jaciel de Jesús, 9 años. Está casado con Bertha Mireya Changs, nieta de un coreano que llegó a México a probar fortuna a principios del siglo pasado.
La mayoría de sus hermanos vive en Estados Unidos. Pero Hortencio es un abierto opositor de la idea de emigrar: “Los que ganan dinero y piensan en su familia, mandan el dinero. Como está sola la mamá, pues el hijo es inquieto y busca todo. Hay un chavito al que encontraron fumando marihuana y tenía el dinero para comprar. Y como solo está la mamá, pues no lo vigilan, le dan dinero y anda solo por allá. Los que están vendiendo lo vigilan. Ven que tiene dinero y andan sobre él. Hubo un tiempo en que había unos chavos que se juntaban a fumar en el campo. Hijos de migrantes”, dice el hermano de Marisela en enero de 2008. Marisela ya está en Los Ángeles con sus hijos y con Ángel, su esposo.
“Acá hay trabajo”, afirma. “Acá, acá en el pueblo, casi no. Pero en Mérida sí hay mucho. Muchos trabajan en los restaurantes de meseros, de taqueros, de lo que sea. Sí hay trabajo y ganan bien. Porque antes, nosotros, cuando crecimos en los planteles, íbamos a las cuatro de la mañana a los plantíos. Caminando, en bicicleta o en caballo. Y llegábamos allá. Era un rato nada más; un mecate te lo pagaban a treinta pesos. Y digo, uno ganaba el día y a las siete, ocho de la mañana, ya estabas acá; ya no había nada que hacer. Es todo, es una tarea, como es para todo el pueblo, se reparte el trabajo. Sembrábamos el henequén, lo limpiábamos, lo chapeábamos y, cuando ya estaba en época de cosecha, pues a cortarlo. Es lo que hacíamos antes. Cuando poco a poco se fue acabando, yo estuve trabajando en un rancho ganadero que está por acá. Ahí me pagaban setenta pesos diarios. Y de allá me fui a Cancún un tiempo, creo que unos seis meses cuando mucho. Ahí la hacía de albañil. Estaba levantando hoteles, el aeropuerto. En ese tiempo estaban remodelando el aeropuerto. Allá trabajé y trabajé un tiempo en la isla y ya me vine acá. Había un señor que también era albañil y necesitaba trabajadores. Me llevó a Celestún [Yucatán], creo que dos semanas estuve ahí. Cuando yo vine, estaban contratando para el Ejército. Es cuando yo me fui. Fue en el 79, septiembre. En el 80 me mandaron para Oaxaca”.
“El que ha hecho trabajos de albañil, ve más fácil la vida en el Ejército”, explica Hortencio.
“Es más fácil porque ha llevado una vida más difícil. Es un poco de ejercicio, la academia y las marchas. Es todo. No es tan duro para los que están acostumbrados al trabajo. Claro que hay chavos que lo ven duro. Sobre todo si no sabes obedecer. Es todo: obedecer y ser disciplinado. Para que puedas. Sí, hay cosas duras como caminar en la sierra, todo eso, pasando sed y hambre. Pero la recompensa es cuando sales y llegas a la ciudad. Sales franco. Sobre todo hay dinero y todo eso. Un poco de estabilidad. Te llega el cheque cuando tiene que llegar. Cada quince días. Faltas no te las descuentan; sólo te arrestan”.


–¿Y qué quieres para tus hijos, Hortencio? ¿Los dejarías emigrar?
–Yo para mis hijos pues quiero lo mejor… Pero, pues para mí, mejor que se queden. Acá, como les digo, les puedo ayudar a estudiar. “Allá tú si no quieres. Aprovéchalo”. Si pueden, si quieren, que hagan una carrera. Que se dediquen a lo que quieran. A uno le gusta la música. Quiere ser artista. Pero le digo, que primero tenga una carrera, ya sea de maestro o lo que sea, y después ya puede hacer lo que quiera. Porque si fracasa en lo que piensa hacer, pues ya hace su carrera después, si se le da la oportunidad. En el Ejército hay maestros, hay ingenieros, que van y se dan de alta porque a veces ya se graduaron y no hay trabajo. No hay trabajo y se dan de alta y ya.
Henry Ezequiel, el mayor, se acerca a los reporteros. Cuenta que gracias a un intercambio de estudiantes organizado por Corea del Sur, pudo visitar Asia. Sucedió en el verano de 2006. Henry es descendiente de coreano; dieron con él en México.
Recuerda el aeropuerto de Narita, cerca de Tokio, Japón. Allí se aventuró a subirse al metro y conoció a sus amigos de viaje. Juraron, dice, volverse a encontrar. Hoy no se ve tan convencido de que suceda. De esa experiencia guarda fotos, recuerdos, apuntes, postales, boletos del transporte público.
Bertha Mireya Changs, madre de Henry y Jaciel, es descendiente directa de un migrante coreano que llegó a México a trabajar. “Por eso su apellido”, explica el esposo, Hortencio. “Acá viven sus papás. Yo cuando venía de vacaciones la veía y todo, pero a veces no hablaba con ella. Hasta que una vez me decidí a mandarle una carta y ella me contestó. Y ahí empezó todo. Ahora tenemos un negocio y yo lo veo de lunes a viernes. Ella se queda sábado y domingo. Y yo voy a Mérida a trabajar en un hospital psiquiátrico los fines de semana. Ahí en el hospital hacemos de todo. Nos dice el ingeniero: ‘Ustedes deben de ganar más porque hacen de todo’. Ayudamos a que los pacientes, a calmarlos. Como de control. Agarrarlos para que los inyecten. Ayudamos a darles de comer y la limpieza. Es el hospital psiquiátrico del gobierno de Yucatán”.
Henri vuelve a intervenir. Explica que le gusta la música y dice que sabe grabar CDs. Da a entender que tiene computadora, o acceso a una en el pueblo.
“No crea, a veces he pensado en irme”, confiesa Hortencio. “He querido. Pero vuelvo a recapacitar y digo que para qué. No me hace falta nada. Comida tengo. Dinero hace falta a veces, pero buscamos la forma de ver dónde. Préstamos o lo que sea. Allá hay dónde. Sobre todo yo me imagino que cuando uno presta dinero y tiene, lo devuelve. Si alguna vez tú prestas te lo dan. Si debes, también procuras pagar y así nunca te cierran las puertas. A veces, hay otras personas que prestan y se olvidan de lo prestado, y todo eso, yo me imagino, bueno, a mi manera de pensar, que ya no los podrán ayudar para la próxima. Así es, a mí nadie me ha cerrado las puertas”.


ÁNGEL NO PUEDE LLAMARLA “SUEGRA”
“Escopeta de Cauich” es la traducción al español de Dzoncauich. “Dzon”, en maya, significa escopeta o rifle; “cauich” es un apellido indígena.
El pueblo fue fundado décadas antes de la llegada de los españoles. No queda claro cuándo; quizás a mediados de los 1400. Tampoco se sabe desde cuánto lleva el nombre con el que se conoce hasta hoy, aunque algunos libros de historia local (Breves relatos del Hanal Pixán y Ofrendas de Hanal Pixán, Jorge Enrique Várguez Eb, Maldonado Editores, 2007) reseñan que formó parte de un reino célebre, de los territorios que gobernó Nahum Chel, del linaje de los Cheles, señores de la provincia de Ah Kinchel en el Yucatán precolombino.
Dzoncauich es hoy profundamente católico. La taquería se llama “El Niño Divino”. La tienda, “La Fátima”. La carnicería “San Andrés”. La mercería también es “El Niño Divino” y la otra tienda es “San Andrés”. Hay una tortillería “San Marcos” y una frutería “De Asís”. El Molino se llama “Francisco de Asís”. Sólo las cantinas, que son varias en el Dzoncauich, llevan nombres laicos.
Los abuelitos de Evelyn Panduro Dzul cuentan que su apellido viene de familias nobles. Les gusta decir que descienden de príncipes mayas. Lo subrayan con orgullo cada vez que pueden, ante los del pueblo y frente a los extraños.
“Dzul significa ‘patrón’”, dice Feliciana.
“Patrón, sí”, repite Teodosio.
El matrimonio tuvo ocho hijos, en este orden: Hortencio, Rigoberto, Martín, Elvia, Wilbert, Wilma Rosely, Marisela y Elma Rocío. Todos llevan, con orgullo, el Dzul como primer apellido. Son Dzul Escalante. A los ocho les enseñaron el maya como primera lengua.


Cae la tarde en Dzoncauich. Feliciana y Teodosio, abuelos de Evelyn y padres de Marisela, arriman dos sillas a la puerta de su casa, que da a la plaza principal y está a unos cuantos metros de la iglesia.
Es enero de 2008. Los dos viejitos platican, amables. A veces es difícil seguirles la conversación. Hablan mitad maya y mitad español. Y muy quedito. Algo desordenado también.
Teodosio.– Mi familia tiene toda la vida aquí, en el pueblo. Sí, toda. Mis suegros, mi mamá, mi papá, mi abuelo…
Feliciana.- Sí, y mi abuelo, Dámaso Escalante. Él empezó en lo de los braceros. Tenemos un problema con él, porque él estuvo de residente cuatro años y hasta la fecha no sabemos qué pasó de su dinero; se quedó por ahí, porque nunca nos avisaron para que fuéramos por él.
Teodosio.- Sí les avisaron.
Feliciana.- A uno de mis hermanos. Él estuvo seis años. Seis años de bracero y cuatro años de residente. Él vivió diez años allá, en Los Ángeles.
Teodosio.- Un día llamaron y preguntaron por Dámaso. ¿Vive, o está ya muerto? Por su dinero que tiene allá. Que necesitan dar. Pero uno de mis cuñados agarró todos los papeles y se los dio, pero y yo no sé a quién licenciado y sé ya. Bueno, de ahí hasta hoy no sabemos nada del dinero. Nomás por un señor que vino la última vez, aquí a Mérida, que también fue, es residente también, sus hijos están allá. Hay que son licenciados, hay que son profesores, esos quedan bien, que allá viven. Uno de Mocochá, me dice: “Teodosio, si quieres”, me dice, “yo, mis hijos y tu hijo que está allá, Wilber, mi hijo que es licenciado y son profesores y todo eso. Mira, si quieres hablamos con ellos y vemos dónde se acabó el dinero de tu suegro”, me dice, “pero el dinero de tu suegro no lo han cobrado por nadie, el dinero está allá”. Eso me dice.
Feliciana.- Dicen que pasan unos veinte años y que se los dan a una beneficencia, no se qué cosa; pero la verdad, nosotros no sabemos esa verdad. Si es cierto o se quedó en el banco o ya perdió el derecho, no sabemos. Porque mi difunta mamá, pues ella como que no es de salir, no sabemos, no lo reclamó y nos quedamos sólo nosotros, los tres hijos, dos hermanos y yo soy la única hija. Ella se llama Elisia Aragón. Mi papá es Dámaso Escalante. Tuvieron tres hijos: Evaristo, Reinaldo y yo, Feliciana. Pues según dice mi mamá que él puso de beneficiario, allá en Los Ángeles, a mis dos sobrinos y a uno de mis hijos. Uno que es Hortensio, el otro que es Nery, el otro es Emiliano. Dice mi mamá que sus tres nietos puso mi papá de beneficiarios allá, en Los Ángeles. Y total, es lo que no sabemos por qué ni a esos chiquitos han citado. Nada, no sabemos qué pasó. Reinaldo también se fue a Estados Unidos. Evaristo no. Reinaldo es el que fue y mi marido Teodosio. Y luego empezaron a ir mis hijos. Mis hijos, este Wilber y esta Marisela.
Teodosio.- Nosotros, en esa época, íbamos legal. En plan de Gobernación. Gobernación hace la lista, vemos la lista y, ya cuando sale nuestro nombre en el periódico, es que ya estamos yendo. Me fui en 1959.
Feliciana.- Empezaste a ir.
Teodosio.- Yo me fui cuatro veces. Y ya no regresé [a Estados Unidos]. No, porque ya se dejó [se quedó].
Feliciana.- Se dejó en el pueblo [se quedó] pues le salió trabajo. Aprendió a albañil. Ya cuando empezó, ya albañil, pues...
Teodosio.- Estuve allá del 59, 60, 61 y 62. Cuatro años.


Feliciana.- Wilber mi hijo tiene su historia. Ese sí tiene historia. En serio.
Teodosio.- Se cambió creo que tres veces de nombre. Porque se escapa donde trabajaba. Iba en otro lado y cambiaba de nombre. Y lo vuelven a ver.
Feliciana.- Ese mejor se quitó [se fue de Estados Unidos, regresó].
Teodosio.- Ese después mejor me quitó. Eso dijo.
Feliciana.- Si me agarran no voy a poder venir. Se vino.
Teodosio.- Él sí tiene su historia.


Feliciana.- Mis hijos se casaron muy jóvenes. Uno se casó de 17 años apenas. Este Rigo. Otro, pues fue militar diez años en Oaxaca. Sólo un año hizo en Mérida y los llevaron a Oaxaca. Trajeron Oaxaca a Mérida y los de Mérida los llevaron a Oaxaca. Y mi hijo hizo nueve años allá. Diez años de soldado hizo mi hijo, por eso se casó él de 30 años. Es el mayor, Hortensio. Después sigue Rigoberto, después de Rigoberto sigue Sergio Martín, y luego Elvia María. Después de Elvia María, está Wilber, el que está en Los Ángeles, y luego Wilma Russeli. Luego sigue Marisela, es la número siete, y la número ocho es Elma Rocío. Esos son mis hijos. Este Sergio Martín, que le decimos “Capulina” de apodo, Marisela y este Wilber, viven en Estados Unidos. Son tres, así. Wilber se quedó allá.
Teodosio.- Vive allá. Lleva veinte años allá.
Feliciana.- Un día los nietos se van a quedar. No lo sabemos qué va a pasar con ellos. Como esta que vino, mi nieta. Tenía 10 meses cuando la llevaron y vino ahorita de veinte años, tiene hasta su nene.
Teodosio.- Habla puro inglés. Hasta su marido.
Feliciana.- Su marido también es mexicano.
Teodosio.- Le dice mi esposa: “Ustedes hablen inglés, nosotros no le entendemos lo que dicen y nosotros vamos a hablar en maya para que no le entiendan”.
Feliciana.- Están conversando y yo no entiendo lo que dicen. Le digo: “Inés [hija de Wilber], ustedes están hablando y yo no le entiendo, por eso yo hablo con tu abuelo en maya, para que no le entiendan”. Sí, así se la hacemos.


Feliciana.- Marisela y su marido se conocieron hace tiempo. Dice que no tardaron mucho cuando se conocieron y cuando se juntaron. Entonces embarazó a mi hija, Evelyn nació. Pero, como él tenía su primera señora, pues no, no pensaba casarse con mi hija. Entonces, de eso se embarazó Marisela otra vez, de la segunda. Pero el doctor esta vez le pidió a Marisela reposo, porque estaba un poco lastimada. Que se cayó con moto, que se cayó con patines, no sé, travesuras de muchacha. Entonces, le dijo el doctor, reposo completo.
Teodosio.- Reposo completo.
Feliciana.- Entonces Marisela pensó: “Si el doctor me pidió reposo, ¿con qué voy a mantener a mis dos hijos cuando nazcan? Este hombre no está fiel, no es fiel conmigo, porque a veces va con la otra, a veces conmigo. Yo ya me voy a Yucatán, me voy a mi tierra”. Y que dice él: “Pues no te voy a dejar que te lleves a mi hija”. “Ah, eso quién sabe, además que ni somos casados, a mi hija no me la quitas, yo me la llevo”, dice ella. “Pues si te vas, yo me voy contigo”. Entonces, ya se vino con Marisela embarazada de la otra de tres meses. Aquí nació la segunda. Luego nació la tercera y luego el cuarto, que es niño, es varón. La segunda había nacido cuando iba a bautizar a la primera, es cuando entonces dijo él: “Pues yo creo que me voy a casar con tu hija, suegra”. Porque me dice suegra. Yo le digo: “A mí no me digas suegra. Mientras no te cases con mi hija por las dos leyes, yo no soy suegra”.
Teodosio.- Le decía suegra, sí.
Feliciana.- Es que se ponían a tomar juntos [apunta a Teodosio], y decía: “Yo estoy tomando con mi suegro”. Pero a mí no me va a venir a decir suegra mientras no se case. Entonces, dejó de tomar porque se empezó a enfermar la niña, sufría mucho, se empezó a enfermar y entonces dejó de tomar. Pues ese año se casaron por las dos leyes, por el registro, por la Santa Iglesia, todo. Entonces el padre Alfredo, que se lleva muy bien conmigo, me dijo: “Mientras no lleve su certificado de bautizo el muchacho, yo no lo puedo casar, no sabemos si es casado”. Entonces le pedimos a su abuela el certificado, y el padre, cuando llegó su certificado de bautizo, me lo enseñó y me mostró, “¿Ya viste Feliciana?, aquí abajo debe decir: ‘Casado con fulana de tal’, pero lo veo y está limpio, así que podemos casarlo”.
Teodosio.- Y se casaron.
Feliciana.- Y se casaron por las dos leyes y se encaminó re bien. Pero tú sabes que las mujeres de hoy que, según dicen, andan de ofrecidas. Empezaron a tener problemas porque tuvo otra. Entonces empezaron los problemas de la familia. Empezó a negarlo, dice que no es cierto, pero le falló a él. Como le dije yo: “Es que tú no supiste hacer como hombre, porque mi difunto papá nunca vino a decirle a mi mamá que si la otra es mejor, que si tú no le vales nada, como la tengo oyendo a la vecina. Entonces, a ti eso se te fue, porque tú vienes a pelear con Marisela, es lo que te afea. Porque si lo hubieras hecho como hombre, disimulando, no maltratas a tu esposa y no hubieran pasado tantas cosas, pero eso no lo supiste hacer. Entonces, ahorita si te estás yendo otra vez a Los Ángeles, estás dejando a tus hijos y a tu esposa”.
Teodosio.- A Los Ángeles.
Feliciana.- Le dije: “Mira, si tú mandas dinero para manutención de tus hijos, el día que quieras regresar, son tus hijos y es tu esposa. Pero si no mandas dinero, olvídate de tus hijos y tu esposa”. Le digo: “Esa mujer tiene que ver cómo mantenerlos, porque no estás dejando uno ni dos, son cuatro, y nosotros ya estamos viejos y no podemos mantener a los niños, los niños necesitan educación, necesitan alimentación, necesitan escuela, por eso la mamá es su problema”. “No, suegra, no te preocupes, yo tengo que mandar dinero por mis hijos”, dijo. Y, gracias a Dios, sólo un mes estuvo que no hablaba, no mandaba dinero. Pero, a los tres meses que llegó a Los Ángeles, se murió su mamá, y que su mamacita le pidió mucho: “Mira, Ángel, tú no vas a dejar a mis nietos sin manutención, o los vas a buscar o te vas con ellos a terminar de criar a mis nietos”. Entonces, que le juró a su mamá. Entonces, al poco tiempo le empezó a decir a Marisela que lo alcanzara. Entonces me lo contó mi hija, me dice: “¿Sabes qué anda diciendo Ángel?, que quiere que me vaya y me lleve a los niños”. Entonces, le dije que si se iba, lo sentía mucho pero que se llevara a todos los niños, porque yo no iba a estar, lo que no soporto yo son los llantos de un niño. Con la ayuda de Dios cruzaron los cuatro niños en una semana.


En octubre de 2005, Wilma se ensañó con Yucatán. Los vientos, que superaron los 250 kilómetros por hora, acabaron con los sembradíos de maíz y de frijol de las comunidades indígenas, y arrancaron enormes extensiones de árboles frutales y techos de lamina, muy comunes en esa región de México a pesar de que son más vulnerables que los tejidos de palma, herencia de los antepasados mayas.
Los animales de granja, como las gallinas y los pavos, e incluso los cerdos y las vacas fueron sacados de los corrales, arrastrados por el viento o por las corrientes de agua. En Dzoncauich, el huracán golpeó casas y corrales, y redujo a nada una capilla que habían levantado los albañiles del pueblo, en las afueras. Pero la fuerza no fue suficiente para tirar de la capilla un Cristo y una Virgen que los abuelos de Evelyn Panduro, los viejos Dzul, recogieron días después y desde entonces mantienen en su casa.
El Cristo y la Vírgen permanecen allí. Y por la víspera se sacan los días: nadie parece interesado en construirles otra capilla. Serán, parece, de los que se quedan.


LA TERCERA. EN BUSCA DE PAPÁ
La tercera vez que Marisela cruzó a Estados Unidos tenía muy claro que sería para rehacer su familia. Iba por Ángel.
Evelyn no fue problema: cruzó la garita de Tijuana con documentos, de la mano de una tía.
Los coyotes le cobraron 3,500 dólares por cada uno de sus tres hijos y por ella. A los niños los que pasarían con pasaportes prestados.
Ella, sin embargo, debía irse por separado, caminando. Igual que aquella terrible segunda vez.
Mi esposo le aviso a mi cuñada a qué hora llegábamos para que nos recogiera en Tijuana. Llegó mi cuñada, nos recogió, tomamos un taxi y nos llevó al hotel donde debíamos de estar. Entonces también Ángel ya había preparado a la señora que iba a pasar a los niños. Llegamos como a la una y pasamos a comer. Cuando regresamos al hotel, como a las tres y media, ya estaba la señora esperándonos”.
“Vengo a ver a los niños, a ver si los paso ahora, a ver qué edad tienen, cómo están vestidos”, le dijo su contacto en Tijuana. Era una mujer mayor. “Pues están pequeños. Yo creo que sí me los voy a llevar hoy”, agregó después de cargarlos. Marisela estaba muy nerviosa.
“Y se los llevó . Mi cuñada se había ido a comprar ropa porque cuando va a Tijuana siempre compra cosas, y se había llevado a Evelyn. Entonces, cuando regresó, mi cuñada me dijo que ya se iban a Los Ángeles. Como a las tres horas me habló mi esposo y me dijo: ‘¿Adivina a quién tengo aquí?, a mis tres hijos’. Y es que cuando se fue la señora con los niños, yo le hablé a mi esposo y le dije que estaba muy preocupada, porque se llevó a los niños y me daba miedo que no se los llevara. Gracias a Dios, los pasó. Nunca pensé que sería así, que me los pudieran pasar el mismo día”.
Ahora faltaba ella. “Me habían dicho que eran 3,500 dólares y que ya estaba listo, pero a mí me daba mucho miedo. Pensaba en si me agarraban y más porque es por la línea y yo no iba a poder decirle las cosas al de la migra cuando viera los papeles falsos. Y luego también pasó que la señora del arreglo le habló a mi esposo, le dijo que los que me iban a pasar ya querían cobrar más. Y yo le dije que no, que de seguro ellos pensaban que, como ya pasaron los niños, nosotros íbamos a pagar lo que quisieran. Le dije a mi esposo que no lo hiciera. Entonces la señora le dijo a él, que viera por otro lado, porque a ella también la habían enojado, ya habíamos quedado en una cantidad y ellos la cambiaron. Entonces mi esposo le habló a mi hermano y mi hermano conocía a una señora y nos conectaron. Me dijo que de Tijuana me iba a ir a Tecate. Ya en Tecate me dijeron que en tal hotel iba a estar y ahí iban a ir los muchachos a mirarme y todo. Y llegué allá, fue el muchacho a buscarme en la noche y nos pusimos de acuerdo en qué íbamos a hacer. Me dijo que habían dos muchachos más que iban a pasar conmigo. Agarramos el taxi donde nos dijo y fuimos, caminamos. Era agosto del 2007”.
Desde entonces y hasta el día de hoy, Marisela, Ángel y sus cuatro hijos viven en Los Ángeles, California. Allá piensan permanecer un tiempo.
Pero definitivamente quieren regresar, un día, a Dzoncauich.

PAPÁ, ¿POR QUÉ NOS DEJASTE?
“Yo he sido de los que se quedan y de los que se van. Las dos cosas son tristes. Primero, porque cuando uno se va, pues deja a su familia. Más que yo los dejé cuando estaba más chamaca. Me dolía pensar que estaba lejos. Pero yo mi único pensamiento era salir adelante. Y sí me dolió mucho dejar a mi mamá, a mi papá, a mis hermanos. Pero si yo los dejé por irme, también me dolió mucho quedarme y que mi esposo se fuera y de veras ahora entiendo a las que son madres solteras, a las que son dejadas, a los muchos que han venido acá y nunca regresan.
“Yo viví tres años eso. A mi me entró mucho la depresión. Lo soporté, gracias a los doctores que se llevaban bien conmigo allá, porque yo estaba metida en todo. En la escuela, yo era presidenta de padres de familia. En la clínica, yo era también presidenta de aval ciudadano. Me encargaba de ver que los doctores atendieran bien a los pacientes y eso. Y pues en eso yo me distraía. Cuando me entró la depresión, porque también tuve un problema ahí con mi esposo, porque en el pueblo así es, nada más te ven platicando con alguien y ya es tu querida. Entonces, eso pasó con él. Su mamá se enfermó y él se tuvo que venir [a Los Angeles], por eso me quedé sola. Me empecé a dar cuenta, por el problema que tuvimos con esa mujer, que pues la gente habla, uno sale y escucha los comentarios que hacen, pues no, que si su esposo se fue, pues la dejaron. Y pues llegó a oídos de mi hija. Sus compañeras le decían: ‘Oye, Evelyn, ¿es cierto que tu papá los dejó por otra mujer?’ Y ella llegaba llorando y yo le decía que no les creyera, que su papá estaba trabajando para mandarnos dinero y llevarnos. Y a ella la tuve que llevar a terapias.
Los niños sufren mucho, y más los que entienden. En la escuela le empezó a ir bien mal. Es que ella es una niña muy inteligente: desde el primer año ha tenido diplomas. Ya después ha empezado a bajar y la maestra me habló y me dijo: ‘La niña está mal, no se concentra y se la pasa llorando y hablándome de su papá, que quiere que regrese y esto y lo otro’. Y me dijo: “¿Sabe qué? Tiene que llevarla con una psicóloga’. Y la empecé a llevar. Creo que un año estuvo con la psicóloga y de ahí creo que estuvo mejor; pero no completamente, porque lo que ella quería era ver a su papá, estar con su papá. A veces veía algo en la tele que le recordaba a su papá y se ponía a llorar; el niño chico también, nada más veía un avión y se ponía a gritar: ‘¡Papá, ven, bájate, bájate, llévame contigo!’. Y era algo que a mí me rompía el corazón y pues yo entré en la depresión.
“Ya no buscaba qué hacer. Empecé a bajar de peso. No salía. Ya no era la misma que se preocupaba por los niños. Y ya de ahí, los doctores empezaron a hablar conmigo y me la pasaba así, llorando y llorando. Delante de ellos intentaba no llorar, pero a veces Evelyn me veía llorando y me preguntaba que por qué lloraba. Y yo le decía que porque me dolía mi cabeza.
“Un día le mandó una carta y fue aquí [en Los Ángeles] cuando yo la vine a leer. La carta dice: ‘Papá, ¿por qué nos dejaste? Yo me acuerdo cuando estabas con nosotros, cómo jugabas y consentías a mi mamá. Me acuerdo cuando íbamos al fútbol. Mi mamá está muy triste, se la pasa llorando, dice que le duele la cabeza, pero yo sé que no, que no es cierto. Ella llora mucho por ti. Nosotros te queremos, ¿por qué no regresas?’
“Son cosas que decía como una persona ya grande. Evelyn siempre ha sido así, desde niña. Me acuerdo cuando le aconsejaba a su papá; cuando él tomaba, le decía: ‘Papá, ¿por qué tomas?, ¿no te das cuenta que cuando tomas la cerveza se te sube a la cabeza?’ Y a su papá a veces le molestaba, y le decía que por qué le hablaba así. Y a mí siempre me ha sorprendido, siempre me comprende. Cuando quiero platicar con alguien, ella me entiende, es muy madura.
“Yo sé que sí vamos a regresar. Por eso es lo que le digo, que nuestro plan es ese, que los niños aprendan inglés. Que si Dios quiere, Evelyn nos arregle los papeles y más a sus hermanos. Ángel dice que quiere hacer diez años a más tardar acá y nos vamos. Nos regresamos, ponemos un negocio y tenemos la casa, ¿qué más podemos pedir? Y le digo que tiene razón, eso es lo que le dicen también los niños. Le dicen: ‘Papi, vamos a jugar’. Él les dice que está cansado pero, aunque cansado, juega. Ellos siempre le dicen que es un ratito nada más el que lo vemos, se acuesta a dormir y luego otra vez se va. Yo les digo a mis hijos que es que así es.
“En cambio allá en el pueblo, otra cosa que veíamos. Porque allá iba a almorzar con nosotros y acá no, acá se va y hasta las seis o seis y media regresa.
“Sí. La verdad sí se sufre aquí. Por eso ahorita sí tenemos ese pensamiento de irnos. Yo no quiero que él me compre cosas. Mejor prefiero ahorrar todo lo que se pueda…
“Ahorita Evelyn sí tiene qué decir de dónde es, porque siempre ella dice, hasta en la escuela, que es de México. Hasta sus maestros le dicen: ‘No, pero si tus papeles, dí que eres de Estados Unidos, ¿por qué dices que eres de México?’
“Pero Evelyn ya está aprendiendo el inglés. Por eso ahora puede contestarles: ‘No. I’m from Mexico…’”

Anónimo dijo...

OTRO REGALITO. MÁS BESOS.

Pienso en las mudanzas como en un viaje. El recorrido de iniciación de un barrio nuevo es sumamente estimulante, igual que cuando caminas por primera vez una ciudad: te fijas en los detalles de las casas y edificios contiguos, en los colores, en la gente. Tratas de medir el ánimo del lugar viendo los rostros. Observas letreros; te imaginas a ti mismo comiendo en las fondas, en los restaurantes. Buscas una cantina o un bar y te asomas con la esperanza de que los parroquianos sean mejores que tú: no buscapleitos, no unos malacopa. Observas bien a los vecinos porque todavía crees en la casualidad: que entre ellos aparezca la chica que estás esperando; una que te acompañe en el siguiente tramo de la vida, tranquilo, sin sobresaltos. (Si no aparece, por lo menos sabrás con quiénes negociar los ruidos nocturnos porque tú mismo eres ruidoso y a veces mal vecino).
En los últimos cinco años he vivido en cuatro departamentos y una casa. Tengo vivas las imágenes de cada una de mis mudanzas. Te deshaces de muebles, de rutinas, de rostros; abandonas olores, sabores, e intentas dejar atrás recuerdos. Empacar, cuidarle las manos a los mudanceros, renegar por los golpes que le dan a tu refri o al comedor; desempacar, abrir baúles y cajas, ver fotos y el basurero que te sigue a donde vayas puede resultar traumático. Es, de entrada, un esfuerzo físico que quisieras evitar. Pero hay algo de renovador y revitalizante en ello. Colón, Marco Polo o Livingstone: algo de su aceite lubrica el desgaste de tu aventura. Algo de renacentista o victoriano tiene el olor de la pintura fresca. Porque a pesar de la joda, piensas en tu siguiente casa como en las mujeres que te interesan en algún momento: “Esta puede ser la buena”, dices, y también te compras la idea de ser tolerante con sus defectos para que, por favor, esta sí sea la buena. Cruzando estos mares, afirmas, está China. Pasando estas montañas, juras, aparecerá El Dorado. Avanzar entre puntas de bambú envenenadas, selvas, mosquitos y fiebres es poca cosa porque allá “me espera una nueva civilización” más virtuosa, dices.
Las mudanzas son viajes y ambos, como el amor, una apuesta y la esperanza. Las mudanzas son una banqueta ajena en una ciudad distante; son intimar por primera vez, y ver las muelas picadas de tu nueva ciudad en el metro; sus cabellos de punta en los rascacielos. Mudarte es salir a caminar y descubrir que la sopa aguada está a unos pasos, y soñar con que el amor de tu vida está a un lado, en el número contiguo, en la puerta vecina, espe¬rándote, rumiando su desgracia y en suspenso para que llegues tú a darle nuevo aliento.
Pero sucede que nunca encontramos la casa, la ciudad o la mujer que inspira la aventura. No damos con El Dorado o con China. Y seguimos buscando. Nos cambiamos; dejamos las ciudades y abandonamos novias.
Recorrer ciudades me excita más que mudarme porque los nuevos barrios y los nuevos departamentos terminan por mostrarte su lado amargo. Como con las parejas. Cuando viajas estás ya hecho a la idea de que es temporal, que puedes ver todo sin desgano, que descubrir los defectos es parte de la experiencia.
Los hombres nos lanzamos a las mudanzas y a los viajes, a la gran aventura romántica de hacer camino, construir puentes y civilizaciones porque, en el fondo, son ensayos de lo que implica conquistar a una mujer. Derruimos presas y las reconstruimos; saltamos atados a una liga y le confiamos la vida a un papalote; escribimos libros y música y cruzamos océanos porque son ejercicios, entrenamiento para cuando llegue el momento de abordar al otro.
Pero, obvio, nada de esto ha servido. Y entonces somos muchos los que seguimos buscando, o viajando, o construyendo. O nos mudamos de casa, otra vez. Retomamos la aventura. Nos lanzamos a los mares, a las selvas, a los barrios. Revivimos la idea de la conquista aunque sepamos, por experiencia propia, que lo que buscas no está en el lugar que hurgas, sino en cualquier otra parte.

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